22 de abril de 2010

10 - El asesino es el mayordomo

Muchos padres y maestras tienen temor de que jugar al Doom incite a los chicos a ser más violentos. Es un juego muy popular. Está disponible en Internet, hay monstruos, demonios y extraterrestres, hay que matar enemigos y se van perdiendo vidas, con el esquema clásico de este tipo de videojuegos. Al recibir las XO, casi todos los niños incursionan en él. Algunos se aburren rápido, otros se convierten en casi adictos.

Yo podría compartir esa inquietud. Después de todo, es imposible no enterarse de que hoy en día un muchacho es capaz de publicar orgulloso su foto en Internet luciendo un cuchillo entre los dientes y luego apuñalar con saña a otro de quince años a la salida de un partido de basketball. Y cada tanto conocemos que en algún instituto de secundaria, un joven liquidó a tiros a varios de sus profesores y compañeros de clase, por razones que en la mayoría de los casos no se llegan a conocer. También sabemos que existen bandas de liceales que cuando se juntan y ven pasar a otro de una banda rival, lo agreden solamente por atreverse a pasar frente a ellos. Lo peor de todo es que dos de estos hechos, suceden aquí nomás, en la capital más al sur del país en un caso, en la que esta más al norte, en el otro, y que entre esas dos ciudades, aparecen chicos golpeados a la salida de las discotecas o luego de partidos de fútbol.

Los principales acusados de esta epidemia: la televisión primero, últimamente los videojuegos, y como éstos se pueden acceder teniendo una conexión a la web, pues ya tenemos el veredicto: Internet fomenta la violencia. Y las XO permiten a los niños conectarse, o sea que por propiedad transitiva, ya está instalada la asociación.

A primera vista, parece legítimo este miedo. Cualquier elemento que pueda fomentar estas actitudes debería ser estudiado con atención. Sin embargo, observando a mis niños de cinco, quiero compartir con ustedes mis propias asociaciones. Esto que les cuento ha sucedido en los últimos quince días:

Una tarde cualquiera en el patio. Un llanto desgarrador me hace mirar hacia donde está Mary (cuatro años, delantal a cuadros embarrado) rodeada por dos decididos colegas de juego. Me acerco a intentar resolver el conflicto. Al preguntar qué pasa, el mayor de los dos (Emilio, cinco años, organizador nato) se defiende:

Nada, maestra, es solamente que no quiere jugar. Al preguntar a qué juegan, la respuesta es: primero, a que es nuestra prisionera y después la matamos. Pero no quiso, y entonces solamente a que la dejamos paralítica y no puede mover las piernas ni los brazos. Y a eso tampoco quiere, maestra.. no quiere hacer nada...

Ella sigue llorando, mostrando claramente que tampoco le gusta la segunda variante.

Unos días después, en clase, a Walter se le cae el vaso de acuarela en la hoja blanca donde está dibujando. Levanta su silla (es un niño fuerte y robusto), la golpea contra la mesa tres veces antes de que lleguemos a detenerlo. Totalmente fuera de control , se revuelve como una lombriz. Cuando logramos tranquilizarlo e intentamos hablar con él, me dice con naturalidad: Es lo mismo que hace papá cuando algo le sale mal.

El último episodio que les cuento: les habíamos pedido a los chicos que trajeran cinco hormigas dentro de un frasco de vidrio para observarlas. Luis no las trajo, y cuando le pregunté el motivo me respondió: mamá tenía que mirar algo en la tele ayer, y cuando está mirando no puedo hablarle ni pedirle nada. Yo había juntado las hormigas, pero ella no me dio el frasco. Pero mañana las traigo, maestra, prometido...

Me cuenta mi padre que mi abuelo jugaba con soldaditos de plomo a que eran cowboys que mataban a los indios sioux. Y que él , luego de ver su serie favorita en la televisión, hacía de astronauta galáctico que eliminaba a los extraterrestres invasores, con los muñecos y espadas de plástico. Los chicos de ahora juegan en Internet a que terminan con sus enemigos con un joystick. Lo que es diferente es el instrumento, no el fin.

Creo que lo que ha cambiado es otra cosa, que no sé si puedo explicar bien: el poco tiempo que los padres pueden dedicar a sus hijos, la frustración por querer más de lo que está al alcance (esa realidad dorada que nos muestra la televisión), la impotencia de los que no consiguen trabajo, de los que se sienten excluidos de todo.

Como es más fácil buscar culpables ajenos, está el Doom. Pero como en las mediocres novelas policiales, luego de despistarnos con teorías improbables y culpables sucesivos, quizá el asesino sea el que tenemos más cerca.

19 de abril de 2010

9 - Agencia de empleo Ceibal


Me gusta cuidar el recreo. Es una tarea a la que todos escapan. Hay que estar media hora, a veces con un frío inclemente, otras bajo un sol agobiante, caminando por el patio, vigilando a los chicos e intentando que no se lastimen o separando a los que pelean. Sin embargo, yo prefiero eso a estar intercambiando chismes encerradas en la salita de los maestros, y como las demás lo saben me piden para cambiarme sus turnos a cambio de algún favor o simplemente poniendo una excusa. Como resultado, yo soy la que con más frecuencia hago las rondas por el patio de la escuela.

Desde hace unos meses se ha formado un nuevo grupo: el de los niños que salen al recreo con sus XO y aprovechan esa media hora, en la cual no hay tanto uso del ancho de banda disponible, para bajar los archivos más pesados: música, fotos y videos. Muchas veces me acerco a ese grupo y lo que veo siempre me asombra, les cuento aquí algunos casos:

Un niño de cuarto año estaba armando un álbum de fotos: cuando vi que en una de ellas había una muchacha con vestido de novia, me contó que su prima no tenía dinero para el fotógrafo y él lo había hecho como regalo de boda de su familia. Ahora las estaba clasificando y retocando, encontró en Internet un programa para editar con formato de álbum profesional. Me lo podía imaginar, el día del casamiento, pidiendo a los invitados que posaran para la foto, y él parado delante, armado con su máquina verde y blanca.

Al ver en una pantalla un plano dibujado, Javier me contó que su padre es albañil: el niño le dibuja el plano de la habitación o casa que tiene que reformar, respetando las medidas, y lo usa para explicarles a los clientes más claramente el arreglo a realizar. Les lleva también el presupuesto hecho en la computadora e impreso prolijamente. Javier cuenta con orgullo que gracias a él su padre gana más dinero: es que con su ayuda ha evitado muchos malentendidos, y éstos siempre acarrean que los clientes no le quieran pagar todo su trabajo.

Ana también quiere contarme lo suyo: es una niña de quinto año, con una mirada inteligente y tranquila. Lleva las cuentas del almacén de su madre y todas las noches se sientan juntas un rato, pasan las ventas y las compras a proveedores, calculan la ganancia del día, y los fines de semana le dedican más tiempo y hacen la previsión de gastos e ingresos. Su madre le paga cien pesos al mes por esta ayuda y a fin de año se quiere comprar la bicicleta.

Me vuelvo a clase con una sonrisa, me cruzo con la maestra de quinto, que me dice al pasar: Sos masoquista vos, no entiendo cómo te puede gustar tanto cuidar el recreo...

14 de abril de 2010

8 - Yo sólo sé que no sé nada

La inspectora tuvo una de sus ideas innovadoras: para que los pequeños se familiarizaran con las computadoras aún antes de entrar a primer año, los más grandes vendrían una vez por semana a nuestra clase, y harían una sesión mixta implementando también el "uno a uno", o sea, un niño de primaria con su XO junto con a uno de jardinera, durante una hora y media.

La idea fue un éxito: todos los días al llegar, apenas soltaban la mano de sus madres, preguntaban ansiosos: “Maestra, ¿hoy vienen los grandes?”. Era la actividad que esperaban con más entusiasmo. Los privilegiados, los que tenían hermanos mayores en primaria, ya dominaban el eToys y el Turtle Art. El resto lo aprendía junto a su profesor improvisado, que con sus siete u ocho años se ponía rápidamente en el rol de mentor con una seriedad que no dejaba de sorprenderme.

Luego de la tercera o cuarta de estas sesiones, comencé a notar que Adriana, la maestra titular de jardinera, siempre parecía tener una excusa para no estar cuando tocaba “Intercambio preescolar Ceibal”, que era como la inspectora le había puesto a la actividad. Yo soy maestra auxiliar, no he cursado Magisterio, con lo cual la ayudo y apoyo pero ella es la responsable de la clase.

La primera vez tenía material que preparar, la segunda justo le tocaba reunión con la Directora, pero cuando a la tercera también se ausentó, ya no podía ser casualidad. En realidad su presencia no era necesaria, ya que me quedaba yo en la clase, y también la maestra de los niños que venían para el intercambio, pero me llamaba la atención no solamente el escaso interés que las reacciones de los niños le despertaban, sino que ni siquiera le interesara verlos trabajar y jugar. Al contrario, sentí que cada vez buscaba alguna excusa para escaparse y no estar cerca.

Al final se lo pregunté. Estábamos las dos en un raro momento de tranquilidad, armando las carpetas mientras los niños estaban en el recreo. Me miró y por unos momentos se quedó en silencio. Luego me respondió en voz baja y con la voz un poco irritada. Es verdad, me dijo, no quiero saber nada de eso. Siento que no voy a poder aprender, que no lograré estar a la altura y que niños de cinco años me preguntarán cómo se hace esto o aquello, y de darán cuenta enseguida de que no tengo ni idea, de que no puedo ayudarlos. ¿Te das cuenta?. Después de años de trabajar con ellos y pensar que conocía todas las respuestas, se darán cuenta enseguida de que no tengo ninguna para darles. Y no me digas que lo intente, siguió con voz cortante, adivinando justamente lo que yo pensaba hacer. No tienen derecho, a esta altura de mi vida y mi carrera, a meterme en este lío. Estoy demasiado cansada.

No me dejó decirle nada. No busqué más argumentos para intentar que Adriana cambiara de opinión. Supongo que habrá muchos más que no quieren sentarse a la sombra del ceibal, y no se podrá hacer nada para lograrlo.

2 de abril de 2010

7 - Super héroes


Mi preferido era el Clark Kent que no lo sabía, el de Smallville, que iba descubriendo sus poderes ayudado por Lana y era amigo de Lex Luthor. Mi madre me cuenta que la suya era la Mujer Maravilla, prolija secretaria administrativa de pelo recogido en un moño tirante y lentes de carey que se convertía en una poderosa heroína de shorts apretados y botas rojas. El rasgo en común de los dos, (y de todos los demás), era el ser anodinos e ignorados y hasta dar lástima en la vida normal, para luego destaparse sorprendiendo a todos.

Ramón es petiso para sus diez años. Siempre ha sido el primero de la fila. Es de los que parece que van a pedir permiso cada vez que quieren decir algo. Yo lo conozco del recreo, donde algunas veces charlamos un rato cuando lo encuentro tranquilo, sentado en el banco de madera, comiendo su pan con mermelada.

El día de la entrega, recibió su XO en silencio pero su mirada dijo todo lo necesario. La guardó muy despacio en su mochila y corrió el cierre. Me hizo recordar a una jovencita colocando un collar que le acaban de regalar, en una caja forrada de terciopelo y cerrándola con un apagado clic. Al día siguiente le pregunté qué había hecho con su computadora. Me miró desolado. Nada, me dijo. No funciona.

Averigué más datos para ver si podía ayudarlo, y era verdad, me dijo la de tercero, un grupo de las máquinas entregadas tenían un problema y al encenderlas la pantalla quedaba en negro, aparecía un mensaje de error y hasta ahí habían podido llegar. No pude hacer más ese día porque los jardineritos que tengo a cargo estaban más fatales que de costumbre. Me olvidé del episodio hasta que, una semana después, vi una escena sorprendente en el patio:

Seis niños y niñas de distintas edades, sentados en el piso de ladrillo con sus XO, rodeaban a Ramón. Le preguntaban cómo hacer esto o aquello, él le dedicaba un rato a cada uno y les explicaba con paciencia lo que necesitaban. Su maestra, la de cuarto, cuando vio que yo seguía mirándolos con interés, se me acercó y me comentó lo sucedido:

“ Unos treinta chicos tenían problemas en las máquinas entregadas y nadie lograba hacerlas funcionar. Los muchachos de Flor de Ceibo ya se habían ido y no sabíamos a quién recurrir. Ramón estaba en ese grupo, y por eso, cuando lo vi dos días después navegando y usando su máquina con normalidad, le pregunté qué había hecho. Llamé al call center, me dijo. Yo no lo podía creer. Se las arregló para averiguar el número adonde había que llamar al LATU para pedir soporte, desde un teléfono público se comunicó, logró explicarles el problema y le dieron la solución. Hizo funcionar su XO y enseñó a hacerlo a los demás. Desde ese momento, no lo detuvo nadie. Se convirtió en el “experto” y ayuda a sus compañeros y a quien lo necesite. Eso sí, la consulta es con costo, a peso por cabeza. Dice que con lo que junte se va a comprar un pendrive y y un teléfono celular. “

No hay caso, ya no hay superhéroes que trabajen por pura solidaridad. Se ha terminado el altruismo.