13 de mayo de 2010

13 - Distancias


Sigue extendiéndose por la escuela el rumor de que me interesa escuchar todo lo que tenga que ver con el Ceibal, (aunque creo que todavía nadie sabe que publico un blog), así que mis compañeras se acercan, durante el recreo, a contarme lo que sucede en sus clases. Ayer lo hizo la de tercero:

“Les había puesto como deber que hablaran con su padre o su madre, y averiguaran detalles de su trabajo, con un cuestionario hecho por ellos. Tuve cuidado de explicarles que les preguntaran por su ocupación actual y si no la tenían, servía también lo que hubieran hecho en cualquier trabajo anterior, para contemplar a los niños que tienen sus padres en el seguro de paro o directamente sin empleo. Hasta hablé con Miguel, y le dije que él podía preguntarle al abuelo, el pobrecito vive con él desde que su padre murió, la mamá los había abandonado hace años.

Estaban leyendo los trabajos en voz alta y le tocó a Ramón. Comenzó con orgullo diciendo que las preguntas se las había hecho a su padre.

La primera que le hice fue: :- ¿Te gusta lo que hacés?-
Mi papá respondió: - Sí, claro, estoy muy orgulloso de ayudar a gente que lo necesita tanto.-


Walter interrumpió la lectura con un grito airado:

- Maestra, maestra, ¡Ramón es un mentiroso! -
- ¿Por qué decís eso? - Le pregunté intentando tener paciencia.
- Porque no puede haber hablado con su papá. –

Ramón tenía la mirada baja, fija en su cuaderno.

- ¿Y vos cómo sabés eso? –
- Porque su viejo es milico, está en el Congo, así que no puede haber hablado con él, se lo inventó todo, maestra! –

Volví a observar al niño. Levantó la cabeza y me miró con expresión brillante, como si tuviera el dos de la muestra. Comprendí lo sucedido y me dirigí al resto de los niños:

- A ver, de a uno, no hablen hasta que se los indique, ¿cómo piensan que se comunicó Ramón con su padre que está en una misión en el Congo?

Casi todas las manos se levantaron seguras de la respuesta. “

4 de mayo de 2010

12 - La clase obrera va al paraíso

El gran árbol que está frente a la panadería es la “milla de oro” del pueblo. He leído que llaman así en otras ciudades a la calle donde se ubican las tiendas más prestigiosas y caras y por lo tanto se paga mucho más por el metro cuadrado de alquiler. Verdaderas fortunas, en lugares como París, Madrid o Londres.

Por razones complicadas que podría explicar un ingeniero en telecomunicaciones, y que no intento siquiera entender, es el sitio en el que se puede navegar mejor por Internet, a cualquier hora del día. La semilla que dio origen a ese paraíso habrá germinado allí quizá por accidente, quizá por la previsión de algún vecino agobiado por el sol cruel de enero. Lo que es irrefutable, es que nunca se imaginó que iba a ser tan codiciado. El lugar que le sigue en orden de conexión eficiente es la escuela, lo que tiene su lógica porque allí están instalados los servidores y demás máquinas necesarias.

Cerca del pueblo hay tres estancias. Los dueños pasan veloces en sus camionetas enormes, a veces paran a comprar algo en el almacén (pocas cosas, porque la mayoría las traen de Montevideo), cargan nafta en la estación de servicio y arrancan haciendo ruido. Un poco más lejos, a unos cien kilómetros, está el campo del Cerro Chico. A ese estanciero se lo conoce más, saluda cuando baja del coche, ha hecho donaciones para la escuela y a veces se toma un vino en el bar. En ocasiones trae su computadora portátil, estaciona su coche en la calle de la escuela y sentado en el asiento delantero, teclea sin descanso. Parece que en su casco tiene problemas con la conexión por modem y que en los alrededores de la escuela funciona mucho mejor. Los chicos se codean al pasar, tentados de risa porque los lentes se le van deslizando hasta la punta de la nariz, y se quedan allí en un equilibrio precario. Por todo esto, me sorprendió un poco lo que sucedió antes de ayer.

Yo salía de la escuela y, como tantas veces, vi la camioneta del estanciero estacionada. El no estaba dentro, y lo vi caminando algunos metros delante mío. Yo iba a la panadería a buscar mis galletas marinas de siempre, y llegamos casi juntos. El dobló a la izquierda, con rumbo al paraíso. El intercambio que pude escuchar fue más o menos así:

- Hola chicos, ¿me hacen un lugar que necesito conectarme?

Silencio y miradas al principio tímidas.

- Sólo un rato, es que en la escuela está imposible, no pude lograrlo y tengo algo urgente –

Una voz desde la profundidad del follaje se atrevió:

- No tenemos más lugar, y hay lista de espera. Si quiere, tiene que anotarse y lo llamamos cuando le toque.-

Su primer impulso fue reírse. Pero al observar a los de abajo, que envalentonados por la voz anónima cerraron filas y se miraron asintiendo, se dio cuenta que iba en serio. Dudó un instante, pero terminó bajando la cabeza, cerrando su portátil (que ya había abierto para comenzar a trabajar) y antes de darse vuelva para volver a su coche, dijo:

- Bueno, ya veo, la próxima vez reservaré con más antelación.

Y se fue calle abajo.

1 de mayo de 2010

11 - Contactos norte sur

Hace unos días escuché por la radio que un grupo de técnicos uruguayos estaba trabajando en un programa informático que permitiría a niños y adultos aprender inglés mediante la computadora. Y que en poco tiempo comenzarían a distribuirlos junto con las máquinas del Ceibal.

Esto me trajo enseguida el recuerdo de los investigadores suecos. Quizá si hubiéramos tenido esos programas disponibles antes de que vinieran, esa mañana hubiera sido bastante diferente.

Llegaron de sorpresa. A primera hora de la mañana, cuando recién había comenzado a repartir las hojas a los niños para que comenzaran a dibujar, se presentó la directora en la puerta de la clase, con cara de preocupación. Así nomás, sin preámbuos, me pregunta si sé hablar inglés. Lo que aprendí en el liceo, le respondo. Bien, eso servirá. De todos modos, lo tendrás más fresco porque sos la que terminó el liceo hace menos años. Me hizo señas para que la siguiera hasta la dirección. En el camino me comentó que habían llegado con la inspectora dos investigadores suecos que querían hacernos preguntas con respecto a nuestra experiencia con las XO. No me habían avisado antes, agregó con evidente molestia, así que ahora te pido que hagas lo que puedas para ayudar.

Cuando llegamos allí estaba la inspectora con un hombre y una mujer, los tres de pie y sonriendo. Rápidamente organizaron la actividad: la que llevaba la voz cantante era la rubia veterana, de unos cincuenta años, pelo casi blanco largo y suelto por la espalda y la actitud de quien está acostumbrada a que la obedezcan. Las tres mujeres se quedarían reunidas en la sala de dirección y yo acompañaría en una recorrida por la escuela al hombre: era bajo, delgado, sonreía todo el tiempo, y tenía una especie de celular grande y rectangular donde anotaba todo con un lapicito del tamaño de un cigarrillo. Sabía hablar algo de español, con una pronunciación que hacía que tuviera que esforzarme mucho para captar lo que decía, pero según su compañera lo entendía bien con lo cual yo solamente tendría que hacer las preguntas, no era necesario traducir las respuestas.

Me dieron una lista (en español, por suerte...) con lo que tenía que consultar a cada maestra y comenzamos la recorrida por las clases. Fue una experiencia muy extraña: yo preguntaba, intentaba que las respuestas fueran lentas y claras y el investigador sueco anotaba con su palito marcando las teclas de su instrumento a una velocidad supersónica. Sonreía todo el tiempo, a los niños, a las maestras, a mí, a todo el mundo. Decía: thank you, very much, y buenos días, acentuando las eses de una forma que hacía que los niños se murieran de risa. Las preguntas tenían que ver con el uso que dábamos a las XO, tanto en la escuela como en casa, y la mayoría de las respuestas eran cifras: cuántas horas las usábamos en clase, cuántos niños, cuántas tareas, cuántos hermanos las usaban en casa, etc, etc.

Lo poco que yo conocía de Suecia era: el sol de medianoche, los renos, el frío y los pinos de Navidad, lo cálidos que habían sido al recibir a los refugiados políticos que tuvieron que huir de Uruguay en la dictadora (esto me lo contaba siempre mi padre) y Pippi medias largas. Que no sé en realidad si es de Suecia o de algún país cercano, pero fue mi heroína de la infancia entre los seis y los nueve años.
Me dieron ganas de preguntarle qué sabía él de Uruguay antes de venir aquí. Y qué es lo que había averiguado de nosotros con tanta pregunta y tanto numerito anotado en su pequeña pantalla. Como me dieron su tarjeta antes de irse, muy apurados en un auto azul que los esperó en la puerta durante las dos horas que duró la visita, me he prometido que cuando sepa más inglés, y cuando tenga mi propia computadora, les escribiré un mail. Para que me digan cuál fue su experiencia esa mañana de abril, en un pueblo de nuestro país, donde preguntaron tantas cosas.